La mayoría de nosotros buscamos atajos para llegar a la felicidad. Buscamos las pepitas de oro de la satisfacción espiritual en la superficie, pero no en las profundidades, donde las hay en abundancia. Es muy natural seguir la vía del menor esfuerzo, olvidando fácilmente que para obtener la mayoría de las cosas que traen bendición a nuestra vida hay que pagar un precio.
Muchos somos como cierto hombre que tenía un terreno lleno de fierros viejos, trabajaba día y noche comprando y vendiendo la chatarra que juntaba de callejones y patios de fábricas. Mas un día, descubrió que su terreno estaba sobre una zona petrolera. El hombre, ni tardo ni perezoso, contrató una cuadrilla perforadora y muy pronto el oro negro comenzó a brotar de las entrañas de la tierra. Su patio de fierros viejos fue transformado en una verdadera mina de riqueza inagotable.
En la Palabra de Dios, nosotros poseemos una mina de riqueza espiritual. Nuestra vida se asemeja con el terreno, llena de recuerdos viejos, pero cuando descubrimos toda la riqueza que tiene Dios para nosotros, cambiamos nuestras prioridades para buscar más de Dios y de toda Su inagotable bendición para nosotros.
La enseñanza de Jesús fue única en su género y diferente de todas las demás. Él quitó la religión del plano meramente teórico, y la colocó en el práctico. No se valió de calificativos o frases para declarar su modo de vida. Jamás se expresó en términos como: “Me atrevo a decir” o “Quizá sea de esta manera” u “Opino de este modo”.
Él enseñó con autoridad, porque Él era más que simplemente otro líder religioso, era Dios mismo que había descendido en forma humana. Sus palabras son verdad, porque Él es Dios y Dios no puede mentir. “Dios... en estos días nos ha hablado por el Hijo, a quien constituyó heredero de todo, y por quien asimismo hizo el universo” (Hebreos 1:1-2).
Jesús dijo: “Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad.” ¿Hemos pensado alguna vez que en la mansedumbre puede haber felicidad?
LA BÚSQUEDA DEL SIGNIFICADO DE MASEDUMBRE.
A la mayoría, la palabra “manso”, les trae a la mente la idea de una personalidad débil, alguien de quien todos pueden abusar. De hecho, en el pensamiento popular, la mansedumbre no es rasgo deseable de la personalidad. Nuestra sociedad nos dice: “Sé el primero por intimidación” o “Lucha por ser el número uno”. A los ojos de muchos, la única manera de triunfar es a codazos y empujones. “Quiero subir la escalera del éxito”, se comentaba que dijo una mujer, “y no me preocupa qué dedos aplasto a medida que subo los peldaños.”
Nuestra fórmula moderna de felicidad es: “Bienaventurados los listos, porque ellos heredarán la admiración de sus amigos”, “Bienaventurados los agresivos, porque ellos heredarán la prosperidad”.
¿Qué quiere decir Cristo cuando hablaba de mansedumbre? ¿Quiere decir, por ejemplo, que tenemos que arrastrarnos delante de Él, llenos de miedo y rendirnos servilmente a Su voluntad por el temor de lo que pueda hacernos si fallamos?
Esto no es a lo que se refiere Jesús cuando habla de mansedumbre. Él llamaba a los discípulos a ser mansos, pero no débiles y vacilantes. Tenían que ser disciplinados, pero no incapaces e inofensivos ante el mal.
EL VERDADERO SIGNIFICADO DE LA MANSEDUMBRE.
¿Qué quiso, entonces, decir Jesús? El diccionario nos dice que la palabra manso significa “benigno, suave, apacible, sosegado”. El término griego para manso era la palabra que se usaba frecuentemente para describir al animal que había sido domado para obedecer a su amo. Podía ser un animal fuerte como un caballo o un buey, capaz de trabajar mucho. No era “débil” sino “manso”; Siempre obediente a la voz de su amo. Un caballo domado, contribuye mucho más a la vida que uno salvaje. La energía fuera de control es peligrosa, pero bajo control es poderosa y beneficiosa.
Ese es un cuadro vívido de lo que Jesús quería decir por “mansos”. Cuando vivimos apartados de Cristo, somos, en cierto sentido, como ese caballo sin domar. Vivimos conforme a nuestros propios deseos, obedeciendo a nuestros instintos y manejando nuestras propias vidas. Cuando vamos a Cristo nuestra meta es diferente, pues entonces queremos vivir para Él y hacer Su voluntad. Ésta es, después de todo, la voluntad de Dios para nosotros, porque Cristo “por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos” (2ª Corintios 5:15). Somos “mansos” sujetos a la voluntad de nuestro Maestro y listos para trabajar por Él. Y cuando nuestras vidas y corazones estén marcados por la verdadera mansedumbre, conoceremos la verdadera felicidad.
MOISÉS.
Moisés fue manso, pero no lo fue por inclinación natural. Sabemos que en su indignación mató a un egipcio, y en más de una ocasión demostró que su mansedumbre no era un don natural. Cuando encontró a los hijos de Israel apartándose del Señor para volverse a los ídolos, se puso colérico y lanzó por tierra las tablas de piedra que contenían los diez mandamientos. Su mansedumbre, por lo visto era contraria a su naturaleza, era un milagro de Dios. Números 12:3 dice: “Y aquel varón Moisés era muy manso, más que todos los hombres que había sobre la tierra.”
PEDRO.
Pedro no era manso por naturaleza. En una ocasión, encolerizado, cortó la oreja del guardia que había venido a arrestar a Jesús. Juró, renegó y negó rotundamente que él fuera Su discípulo. No obstante, se convirtió en uno de los hombres más dóciles y a la vez en uno de los exponentes más osados del cristianismo. ¿Dónde adquirió su mansedumbre?
PABLO.
Pablo, antes de su conversión, no era manso. Haciendo derroche de orgullo y brutalidad, arrestaba a los cristianos procurando matarlos. Era fanático, egoísta y jactancioso. Pero cuando escribió su amable carta a las iglesias de Galacia, dijo entre otras cosas: “El fruto del Espíritu es... benignidad, bondad, mansedumbre.” Su mansedumbre fue un don Divino y no una cualidad humana.
CAMBIO DE VIDA.
Por naturaleza no somos mansos; al contrario, por naturaleza somos arrogantes. Por eso es tan esencial que nazcamos de nuevo. Jesús francamente dijo: “Os es necesario nacer de nuevo”. (Juan 3:7) Aquí comienza la mansedumbre. Debemos experimentar un cambio de nuestra naturaleza. Tenemos que nacer de nuevo. Este es el primer paso que debemos dar. Si somos demasiado orgullosos, entonces no estamos calificados para heredar la tierra prometida.
Si vamos a un establecimiento de venta de televisores y nos ponemos enfrente de los aparatos en exhibición; observaremos que algunos de ellos están encendidos ofreciendo las hermosas imágenes en color y sonido del más reciente programa. Otros, por el contrario, están oscuros, sin imágenes ni sonidos. Nuestros ojos se van a fijar, naturalmente, en los que están funcionando; no hay nada interesante en una oscura pantalla de televisión sin funcionar.
¿Cuál es la diferencia? Sólo una cosa: Unos están conectados a la fuente de poder y los otros no. Lo mismo sucede con nosotros. La verdadera mansedumbre no la podemos alcanzar aparte de Dios; necesitamos tener con él una relación viva.
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